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En los montes de Efraín había un hombre llamado Micaía,
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que un día le confesó a su madre:
«Esas mil cien monedas de plata que te robaron, de las cuales me hablaste y por las cuales maldijiste al ladrón, yo las tomé y están en mi poder.»
Entonces su madre le dijo:
«¡Que el Señor te bendiga, hijo mío!»
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Y cuando Micaía le devolvió las mil cien monedas de plata robadas, ella dijo:
«Por ti, hijo mío, voy a consagrar todo este dinero al Señor, para que se haga una imagen tallada, y otra de fundición. Así que te devuelvo el dinero.»
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Al devolverle Micaía el dinero, su madre tomó doscientas monedas de plata y se las llevó a un fundidor, quien con esa plata talló una imagen y fundió otra, las cuales colocó en casa de Micaía,
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y ésta se llenó de dioses. Micaía hizo también un efod y terafines, y consagró como sacerdote a uno de sus hijos.
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En aquellos tiempos no había rey en Israel, y cada quien hacía lo que le parecía mejor. a
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Un joven levita de Belén era forastero allí. Era de la tribu de Judá,
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y había salido de Belén en busca de un lugar para vivir. En su camino llegó al monte de Efraín, a la casa donde vivía Micaía.
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Y Micaía le preguntó:
«¿De dónde vienes?»
Y el levita le respondió:
«Soy de Belén de Judá. Me quedaré a vivir donde encuentre lugar.»
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Micaía le dijo:
«Quédate en mi casa, y serás para mí padre y sacerdote. Te daré diez monedas de plata al año, más ropa y comida.»
El levita aceptó y se quedó,
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y le agradó vivir con Micaía, porque lo trataba como a uno de sus hijos.
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Luego, Micaía consagró al joven levita para que pudiera oficiar como sacerdote, y lo instaló en su casa,
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pues decía: «Con esto, estoy seguro de que el Señor me prosperará, pues tengo por sacerdote un levita.»